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La reinvención de Radiohead

La publicación del disco triple que agrupa todo el material de las sesiones de “Kid A” y “Amnesiac” justifica una mirada retrospectiva a aquel tiempo.

Raro es el músico de leyenda que no se ha negado a sí mismo alguna vez para pasar a la historia con mayúsculas. No se trata tanto de autosabotearse, porque eso podría ser sinónimo de enmienda a la totalidad de su propia herencia, como de destrucción impía de sus propios estereotipos. De liquidación de tópicos. Y de erradicación de tics, por qué no.

Llevamos semanas recordando de qué forma U2 lo llevaron a cabo con “Achtung Baby” (Island, 1991), aprovechando el 30 aniversario de su publicación, y puede decirse que Radiohead redondearon una maniobra muy similar hace justo veinte años con “Kid A” (Parlophone/Capitiol, 2000) y su hermano gemelo, “Amnesiac” (Parlophone/Capitol, 2001). Dos discos nacidos de las mismas sesiones (iban a integrar un álbum doble), con los que asumieron un riesgo que les era inédito. Con él se desmarcaron del rock neoprogresivo de aquel “Ok Computer” (Parlophone/Capitol, 1997) que había marcado simbólicamente (y seguramente sin pretenderlo) el fin de la era brit pop, mediante la inmersión sin reservas (aquí no había nada de los meros retoques estéticos de otros proyectos de pedigrí rock) de la caligrafía pop de aquel momento: electrónica miniaturista, loops, samples, sintetizadores modulares, ondas Martenot, programaciones, herramientas de edición como ProTools o Cubase… justo en el momento en el que su anterior fórmula, la de sus tres primeros álbumes, ya había empezado a sentar cátedra y a generar alumnos más o menos aventajados (o clones, directamente), ellos se marcaban un regate de cola de vaca en toda regla con el que dejar atrás a toda su cohorte de discípulos: cuando los primeros Muse, Elbow, Coldplay, Starsailor, Turin Brakes y tantos otros asumían gran parte de sus principios activos, ellos ya estaban a otra cosa. Jugaban en otra liga. Y convencían incluso a muchos de los escépticos que habían desconfiado.

La imagen de un Thom Yorke absolutamente entregado, enardecido y fuera de sí, sacudiendo su cuerpo en viscerales espasmos como si fuera un guiñapo en manos de una fuerza sobrenatural sobre el escenario del Festival de Benicàssim una noche de verano de 2002, mientras “Idioteque” entraba en su punto de ebullición, es la plasmación más fiel de esa decidida y afortunada transformación. La que les ha marcado, al fin y al cabo, desde entonces hasta el mismo día de hoy. La que definió su molde más longevo.

Aquellos dos discos no podían llegar en otro año que no fuera el 2000. El que no existió. El que nunca supimos bien si adjudicar al siglo XX o computar ya en el XXI. El tiempo en el que vivimos atemorizados por un efecto informático que nunca llegó a plasmarse. Cuando ya teníamos internet, pero no sabíamos bien ni cómo utilizarlo ni cuál sería su potencial, luego tan malversado con el tiempo. Cuando veníamos de una época de relativa bonanza económica y una estabilidad política internacional que ahora nos parece impensable. Cuando no sabíamos la que se nos iba a venir encima a partir del 11 de septiembre del año siguiente. Quizá éramos felices y no lo sabíamos. Puede ser. Sobrevolaba cierta sensación de borrosa irrealidad.

Lo que sí queda claro es que fue un periodo de músicas gozosamente extrañas, hasta cierto punto inexplicables. Se suele decir que los periodos liminales, que son aquellos que carecen de un contexto marcadamente definido – esos a los que cuesta adjudicar un estereotipo, ya sean unas hombreras, unos pantalones de campana, una bola de espejos, el sonido de un sintetizador, una guitarra eléctrica o un puñado de emoticonos – son especialmente fértiles. Y aquel lo fue. Radiohead sintonizaban con lo que en aquel momento publicaba la Björk más intimista, con la electrónica del sello Warp, con los clicks and cuts de Matmos y la con los de la escuela germana. Con el dichoso aquí y ahora de entonces, sin duda. Perfilaban un nuevo art rock surtido de préstamos del kraut, del free jazz, de la música clásica y del ambient. Definían de un modo implosivo aquello que los Primal Scream de “XTRMNTR” (Creation, 2000) expresaban de un modo explosivo. Y contaban con un aliado tan dúctil como Nigel Godrich, el productor que también enlució las carreras de Beck o Paul McCartney, a quien ya conocían bien desde su segundo álbum.

Fuente: Mondo Sonoro

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